Alethia Archilee
Había una vez una flor blanca a la que todos le decían que era esplendorosa, cuando exhibía sus pétalos para recibir los rayos del sol las miradas se posaban sobre ella. La orquídea, al sentirse admirada emanaba un bello perfume que alegraba hasta al más triste, era tan pura. Un día mientras destellaba su belleza un pájaro despistado y algo hambriento pensó que algo que olía tan agradable tal vez también sería bueno como alimento, así que sin pensarlo mucho arrancó uno de sus hermosos pétalos. Inmediatamente lo soltó porque resultó ser que era más ornamental que apetitoso. La orquídea blanca algo adolorida lamentó no ser una rosa y carecer de espinas para defenderse.
En otra ocasión observó como el pajarraco devoraba un rosal tras otro, evitando las espinas con gran maestría al sostener a la pobres plantitas con sus pequeñas garras y arrancando sus pétalos con su punzante piquillo.
La orquídea agradeció no ser una rosa pues las espinas no podían hacer gran cosa para protegerla y eran demasiado deleitables para el comelón pájaro, sin embargo sabía que era vulnerable a los ataques de los depredadores, porque cuando el pajarraco terminaba de alimentarse arremetía contra ella solo por diversión.
Lamentando su realidad de orquídea blanca, de a poco dejó de amar ser quién era.
Aún así al día siguiente y los subsecuentes, con sus pétalos medio marchitos la orquídea blanca siguió cumpliendo su función y cada mañana se levantaba a tratar de agradar al padre cielo.
La situación era cada vez más desmoralizante, ya no brillaba como antes y su perfume se atenuaba porque la energía que antes usaba para crearlo ahora la utilizaba en voltear hacia arriba constantemente para asegurarse que el pajarraco no fuera a lastimarla de nuevo. Estaba agotada por el miedo.
Al final de la jornada terminaba rendida, ya no tenía tiempo de disfrutar porque su pureza había sido alterada. Pero aún con su inocencia restante y las raíces bien ancladas a la tierra no dejaba de soñar que algún día podría encontrar la manera de volver a recuperar la serenidad.
Era tal la fuerza de su oración que un día la Pachamama le respondió:
- Para poder volver a ser feliz tendrás que transformarte.
- Cualquier cosa para sobrevivir, amo tanto la vida que estoy dispuesta- Respondió la blanca flor.
Sin saber muy bien que significaba eso de la transformación la orquídea durante esa noche disfrutó los benevolentes rayos lunares y durmió profundamente.
Al día siguiente cuando despertó ya no era una orquídea. Tenía pico y garras, unas alas enormes y se parecía más al pajarraco come rosas que a ella misma.
- ¿Qué rayos me hiciste?, le preguntó realmente enfadada a su madre.
Te convertí en un águila, el ave más poderosa del globo terráqueo. Ya no tendrás que temer a ningún depredador porque tus afiladas garras y tu enorme pico devorará cualquier amenaza. Tus enérgicas alas te elevarán muy alto y ahora con tu visión tan desarrollada podrás observar el mundo desde arriba.
- Pero ya no soy tan pura. Lloriqueó la ex orquídea.
- No, ahora eres fuerte.
Dicho esto la Pachamama le indicó que estrenara su pico cortando la última raíz y la invitó a volar.
Molesta con la madre tierra la nueva Águila se alejó y se perdió en las alturas. Cumpliendo con lo que creía que era su función de ave rapaz, devoró todo lo que encontró a su paso.
Sin preguntar mucho y pensando que de eso se trataba, arrasó con cuanto animal se encontraba.
- Me prometiste ser feliz- reclamaba a la madre tierra el águila cuando volaba bajo.
- Me transforme en algo extraño y sigo sin sentirme plena. Te odio.
La Pachamama le respondía con el poder de su silencio y la observaba alejarse.
Un día en el trayecto de vuelta al nido que había construído en lo alto de un risco, se encontró con un águila mucho más imponente que ella, era tan poderosa y fuerte que no dudo un minuto en acercarse a ver qué era lo que estaba haciendo.
En el pico reconoció a un pajarraco de la misma especie que el que durante tantos años la había atormentado. Emocionada deseaba que el águila mayor le rompiera el cuello, sin embargo esta solamente lo zarandeó y extrañamente lo dejó vivir.
- ¿Por qué no lo mataste? Preguntó intrigada el Aguilita
- Porque no era necesario. Solo le advertía que no lastimara a las orquídeas, ya que ellas no forman parte de su cadena alimenticia. Le mostré el poder de mis garras y la fuerza de mi pico y con eso pequeña, fue más que suficiente.
Desconcertada el águila con lo que había aprendido regresó a casa y esa noche lloró, porque por fin entendió para que le había dado su madre tal fuerza.
A partir de entonces el águila volvió al paraje donde creció y en vez de lastimar se convirtió en una protectora de las criaturas indefensas.
Tiempo después la madre tierra al darse cuenta cuánto había crecido su pequeña decidió pedirle a la amorosa luna que la acogiera entre sus brazos y esta con sus brillantes rayos la volvió a convertir en orquídea. Sabiendo que tenía que proteger su vulnerabilidad, cubrió sus pétalos de un negro intenso para que se perdiera entre la noche y nadie se percatara de su presencia.
Decidió mantener el centro blanco, porque de su pureza provenía toda su bondad. Así al día siguiente después de un profundo descanso volvería a ser la protectora que estaba destinada a ser. El sol también quiso contribuir e impregnó su centro con algo de su luz, haciéndola todavía más bella que cuando era solo blanca.
En el día águila y en las noches orquídea, ella estaba tan contenta por haberse transformado en algo tan maravilloso que produjo para sí misma unas despampanantes chispas rosadas en el centro de su corazón, que ahora son quienes le indican cómo mantenerse conectada al amor.
Ella por fin es realmente dichosa.
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